Por: Antonio Roquentin
Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos, dice que la crisis actual le “enseñó” que el capitalismo tiene una “falla” que acaba de descubrir. Entre otras cosas, afirmó que recién se da cuenta de que los mercados no se autorregulan como lo defendió dogmáticamente a través de los años que estuvo frente de la FED. ¿Era sordo Greenspan? ¿Jamás leyó las críticas que se hacían al libre mercado? ¿Era ciego a los efectos adversos que en lo social y aún en lo económico provocaba la desregulación del mercado? Lo cierto es que algunas cosas quedan claras con sus propias declaraciones:
"Tengo una ideología. Mi opinión es que los mercados libres y competitivos son de lejos la [mejor] manera de organizar la economía. Probamos la regulación, ninguna funcionó realmente…"
Por supuesto, una ideología revestida de un discurso aparentemente científico por su complejidad matemática. Los defensores del liberalismo económico, los más furiosos críticos a cualquier forma de socialismo, son portadores de una ideología que nació como una reacción al absolutismo de los siglos XVI, XVII y XVIII. La crítica a los límites de la libertad individual nace como una necesidad para la expansión del incipiente capitalismo. El individualismo, como respuesta a la organización social basada en el poder absoluto y divino del gobernante, se convirtió en la ideología oficial del nuevo sistema. Cualquier intromisión del Estado en la iniciativa económica individual se convirtió en pecado mortal. Esta ideología toma forma de doctrina económica con Adam Smith en 1776, al establecer que el comportamiento egoísta de los agentes económicos individuales deviene en el bienestar general, todo guiado por una “mano invisible” que proporciona el mercado libre de intervención gubernamental.
Para los economistas modernos, la mano invisible es el sistema de precios. Con variaciones más o menos significativas, la teoría económica moderna sigue basándose en el principio de la autorregulación de los mercados como punto de partida del análisis económico y el diseño de la política económica. Sin embargo, suele haber un abismo de diferencia entre el discurso teórico-ideológico y la práctica en la economía real. El discurso del liberalismo económico se puede encontrar en universidades, gobiernos, analistas públicos y privados, y opinólogos espontáneos y convencidos; sus vertientes más radicales cuestionan el eclecticismo que incluye posiciones keynesianas y manifiestan que nunca ha existido un mercado verdaderamente libre, sin por ello dejar de decir que no hay mejor forma de organizar la sociedad y asignar los recursos que con un mercado totalmente libre de regulación. En pocas palabras, el discurso teórico-ideológico del liberalismo económico es lo más parecido a una religión, con una fe absoluta en el mercado y el disfraz de cientificidad. Por otro lado, la economía real es administrada por los que mantienen el discurso, pero que en la práctica regulan los mercados a conveniencia, favoreciendo con ello a los grandes capitales.
El desfase claro entre discurso y realidad deja al descubierto la hipocresía inherente a esta doctrina. La historia de los Estados Unidos es la historia de la hipocresía del libre mercado; por un lado, la imposición de ajustes estructurales mediante organismos financieros internacionales como el FMI y el BM (privatizando y desregulando las economías subdesarrolladas), y por otro lado, el establecimiento de un flagrante proteccionismo en su política económica exterior y el fomento descarado a su industria local y sobre todo, la defensa legal y militar de los intereses de las corporaciones multinacionales, el verdadero gobierno de los estados unidos.
En momentos de crisis como la actual, no resulta difícil identificar la disociación entre el discurso y la práctica de los defensores del liberalismo económico. Por eso es posible ver a un George Bush, flanqueado por Zarcozy, declarando que en estos momentos de crisis no debe caer el compromiso con el libre mercado, al mismo tiempo que realiza la nacionalización de deuda privada más grande de la historia del capitalismo. Y por eso no sorprende que el mismo Zarcozy proclame “la muerte de la dictadura del mercado”. De la misma forma en que no sorprende que el FMI y el BM anuncien la disponibilidad de fondos para países “necesitados”; es decir, más disciplina de mercado, más deuda, más dependencia, más pobreza en la periferia. Y es que con la crisis, se ha vuelto necesario volver a redireccionar recursos desde el sur hacia el norte; la quiebra de las instituciones financieras en el primer mundo y su consiguiente salvataje por parte de los gobiernos “liberales”, representan un aumento sin precedentes de la deuda pública, sobre todo en los Estados Unidos.
Ante todo esto, los representantes más conspicuos de la fe en la capacidad autoregulatoria de los mercados libres entran en crisis y están a punto de inventar el agua hervida: "Sí, constaté una falla. No sé hasta que punto es significativa o durable, pero me sumió en un gran desconcierto…" dijo Alan Greenspan ante el los congresistas estadounidenses. Al supuesto funeral del “neoliberalismo”, se suman consumados y flamantes premios Nobel, citados con entusiasmo por quienes ven al neoliberalismo como la fuente de todos los males. Pero ¿es cierto que este es el fin del liberalismo de mercado? Considerando la dualidad práctico-discursiva que ha tenido esta ideología, es posible decir que esta crisis no representa su muerte sino su postergación. Desde la década de los 30, la reacción a las crisis ha sido el movimiento pendular que toca según convenga, la intervención del estado en la economía o la desregulación y privatización. En términos de política económica, se puede afirmar que el capitalismo es eso precisamente, el sostenimiento por parte del Estado de las relaciones capitalistas de producción, procurando como objetivo único la irrestricta realización de la ganancia, socializando las pérdidas en las crisis y privatizando las ganancias en los auges. El debate que aborda la participación o no del Estado en la economía, es entonces, un debate falaz, en tanto que el Estado no es una entidad exógena al sistema económico, sino que forma parte constitutiva de este.
Ahora, el neoliberalismo tendrá una cantidad insólita de detractores, pero muchos de sus críticos están lejos de buscar una alternativa real a los problemas de la humanidad. Es hora de ubicar bien al enemigo.
Ante todo esto, los representantes más conspicuos de la fe en la capacidad autoregulatoria de los mercados libres entran en crisis y están a punto de inventar el agua hervida: "Sí, constaté una falla. No sé hasta que punto es significativa o durable, pero me sumió en un gran desconcierto…" dijo Alan Greenspan ante el los congresistas estadounidenses. Al supuesto funeral del “neoliberalismo”, se suman consumados y flamantes premios Nobel, citados con entusiasmo por quienes ven al neoliberalismo como la fuente de todos los males. Pero ¿es cierto que este es el fin del liberalismo de mercado? Considerando la dualidad práctico-discursiva que ha tenido esta ideología, es posible decir que esta crisis no representa su muerte sino su postergación. Desde la década de los 30, la reacción a las crisis ha sido el movimiento pendular que toca según convenga, la intervención del estado en la economía o la desregulación y privatización. En términos de política económica, se puede afirmar que el capitalismo es eso precisamente, el sostenimiento por parte del Estado de las relaciones capitalistas de producción, procurando como objetivo único la irrestricta realización de la ganancia, socializando las pérdidas en las crisis y privatizando las ganancias en los auges. El debate que aborda la participación o no del Estado en la economía, es entonces, un debate falaz, en tanto que el Estado no es una entidad exógena al sistema económico, sino que forma parte constitutiva de este.
Ahora, el neoliberalismo tendrá una cantidad insólita de detractores, pero muchos de sus críticos están lejos de buscar una alternativa real a los problemas de la humanidad. Es hora de ubicar bien al enemigo.
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